Pudiera ser cualquiera de los veranos que comprendieron mi infancia, pero he elegido éste. Acaso porque es un número par, acaso porque en esa época disfrutaba de una feliz infancia…
Pues eso que los veranos de la infancia son los más felices de nuestra existencia. En mi caso empezaba a mediados de julio y acababa con la vuelta al cole (maldito anuncio de El Corte Inglés).
La familia cogíamos el equipaje y nos mudábamos a
La Llacuna (dos horas de pesado viaje para llegar a la tierra prometida). Me consideraba un rara avis pues sólo disfrutaría de dos meses de “vida rural”, cuando la mayoría de mis amigos aterrizaba en el pueblo por San Juan y volvía para reincorporarse a la vida escolar, casi tres meses (y ahora ya veis, un mes, y eso en el mejo
R de los casos).
La vida en esa época era fácil y seguía una rutina anárquica.
Empezábamos el día sobre las diez y acudíamos a cursillos de natación. Según el día llegábamos a pelarnos de frío a horas tan intempestivas. Eso hasta agosto que acababan con una ceremonia en la que todos demostrábamos, mejor dicho demostraban sus aptitudes natatorias (yo de pez tengo muy poquito). Supongo que luego desayunábamos y volvíamos a la piscina esta vez para jugar a nuestro antojo. A comer a casa, no antes de las tres (algún día comíamos en la piscina) y a la tarde a jugar, ya sea al campo de fútbol o ya sea al bosque. Guerra de ganchillos, construcción de cabañas en la montaña, jugar a la bandera… eran algunos juegos que nos ocupaban hasta la hora de cenar, previa ducha obligatoria, era moneda común que llegáramos hechos unos zorros, sucios, rasguñados por todos lados pero contentos y sobretodo cansados, tanto que supongo que caíamos rendidos así que nuestra oreja contactaba con la almohada.
Eran veranos entrañables que hoy recordamos con nostalgia. Muchos de los amigos de entonces nos seguimos viendo en La Llacuna aún hoy, más de 30 años más tarde. Aunque las actividades en el transcurso de estas décadas han cambiado en función de la edad: jugar, conocer a las primeras chicas, empezar a salir en la Festa Major, visitar pueblos vecinos, tener moto, tener coche, expandir nuestros dominios en la juergas, sentar la cabeza (algunos), descubrir el paddle, descubrir el dominó…
Hemos evolucionado (o degenerado) siempre en ese entrañable marco llacunense, hemos visto crecer el pueblo a la vez que crecíamos nosotros mismos, de tres meses de veraneo a un mes de vacaciones, de la piscina del Macá a la piscina municipal, de calles sin asfaltar a cierto orden urbano, de rodillas peladas a tirones continuos, de partido de fútbol a partida de paddle o dominó…
Pero siempre nos quedan los recuerdos y la añoranza de aquellos que ya no están entre nosotros pero que han sido, y son parte importante de nosotros mismos.
Y por muchos años.